Las catedrales de tierra de campos

Tierra de campos es esa parte de Castilla y León donde se suceden uno tras otro, kilómetros de campos sembrados de cereales hasta donde se pierde la vista. No hay montañas, solo pequeñas colinas y campos de trigo dorado, girasoles y otros cultivos. A veces también algún pastor con sus ovejas. Esta zona abarca parte de las provincias de Valladolid, Palencia, Zamora o León, y durante el verano, que es tiempo de cosechar, se ven las máquinas segadoras que van cortando las espigas y haciendo pacas de paja.

En esta tierra de campos, las espadañas de las iglesias funcionan como faros en la oscuridad, porque son lo único que destaca en el horizonte y sirven de guía a caminantes y peregrinos para poder ir de pueblo en pueblo. De los casi 2 millones y medio de habitantes que tiene Castilla y León, en 2007 (la JCyL no ofrece datos posteriores) la población mayor de 65 años representaba un 22’5% sobre el total. Si a esto sumamos que en los últimos años el crecimiento de población en esta CCAA ha sido negativo, es previsible que este porcentaje sea hoy en día bastante mayor.

Agosto es, para muchos municipios, el único mes en que sus calles se llenan de risas de niños jugando y de voces nuevas, porque el resto del año sobreviven vacíos con los pocos vecinos y vecinas que quedan.

Hay tres pueblos en la provincia de Palencia que juntos no suman ni 800 habitantes, pero que esconden varias sorpresas. Amusco, Támara de Campos y Santoyo tienen templos enormes y espectaculares, de cuando las ovejas y el trigo marcaban la riqueza de esta tierra.

Iglesias que, como gigantes dinosaurios se mantienen en pie rodeadas de edificios que acentúan más su singularidad y que perfectamente merecerían ser catedrales por su tamaño y relevancia.

Se levantaron para conmemorar batallas, o como agradecimiento de los fieles. Son arte puro que hoy día se mantiene a duras penas. Muchas de estas iglesias están comidas por la erosión y el abandono o están invadidas de palomas, y se mantienen abiertas gracias al interés y la fe de los pocos vecinos de la zona.

“Se cae a pedazos. Es arenisca y va soltando polvillo… con lo que sacamos del cepillo no tenemos ni para escobas o la carcoma”, dice Concha, la señora encargada de la iglesia gótica de San Hipólito en Támara de Campos (S.XIV). Con una voz cansada y sin levantar la mirada del papel, pregunta a los escasos visitantes que de dónde vienen, para poder rellenar los datos estadísticos. Mientras, unos enormes retablos dorados llenos de polvo y en penumbra observan la escena, tapados por los plásticos de un andamio que tiene pinta de llevar mucho tiempo colocado ahí. Sobre una columna decorada con una mampostería de escayola de colores hay un órgano digno de cualquier catedral. Un cartel avisa de no subir a las escaleras que llevan hacia él “por precaución”.

Los contrafuertes de la iglesia de San Juan Bautista de Santoyo (s. XVI) son el lugar preferido para las palomas, allí se van posando decenas de ellas para pasar las horas de más calor. Esta iglesia, con un reloj de sol en su fachada, es una de las que acogen una serie de conciertos de órgano durante el verano, en un intento de poner en valor los tesoros que esconde esta comarca, aunque hoy parece que está durmiendo la siesta bajo capas de polvo y silencio.

En una calle paralela, junto al consultorio médico, dos chavales, uno de ellos con discapacidad, están jugando a colar el balón en una canasta enganchada a la pared. Bajo unos árboles cercanos dormitan unos vecinos mayores en silla de ruedas, y un grupo de señoras que charlan sentadas en un banco. En una pared cercana hay una placa que conmemora el centenario de un vecino que nació en 1916 en esa misma casa.

Amusco es un poco más grande, casi 500 habitantes censados. Acaban de reabrir “La Sinagoga”, un restaurante que ha cogido una chica de la zona. Emprendedora nata, cuenta que lleva también ella sola una casa rural en Frómista y un par de comedores de peregrinos. “Ayer trabajando me acosté sobre las 2, y a las 5 ya estaba en pie para preparar los desayunos de los que partían temprano. Es duro, pero estoy contenta”, confiesa. Las cigüeñas han colonizado el tejado de la iglesia de San Pedro, una joya de los siglos XVI y XVII que se construyó sobre los restos de una antigua iglesia románica Sus grandes nidos en la espadaña se ven desde lejos, y se las oye crotorar e incluso el ruido que hacen cuando pasan volando.

En la puerta del templo hay un cartel indicando que se avise al párroco en la casa de al lado para poder hacer una visita, sin embargo, no es posible localizarlo, porque se ve que ha tenido que ir a otros pueblos a dar misa, según informa Carmen, una vecina. Su sobrina tiene llaves de la iglesia y es la encargada de enseñarla. San Pedro sorprende no solo su tamaño, sino por la riqueza de los retablos y esculturas que la adornan. Huele a madera y cerrado, y por los rayos de luz que se filtran se pueden ver minúsculas motas de polvo en suspensión.

 Esta tarde en Támara hay un poco más de ambiente, casi podríamos decir que se parece a la Gran Vía madrileña. Junto a la plaza de la iglesia hay un hotel rural que estos días está lleno, con un bar que anuncia una sardinada por la noche, aunque el pueblo no tiene más de 65 habitantes censados según la información del tablón del Ayuntamiento.

“Somos todos de la tercera edad -confirma Concha, la señora de la iglesia- hay dos chavales más jóvenes, pero esos ya son voladores. Niños no hay”.

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