Norte de Malawi. Karonga, dinosaurios y bicicletas

Malawi es un pequeño país africano, sin salida al mar y que se encuentra en la parte suroriental del continente. Rodeado por Tanzania, Zambia y Mozambique, pasa desapercibido en el mapa, donde apenas se ve como una delgada línea junto a una alargada mancha azul. Sin embargo, aquí viven aproximadamente 19 millones de personas, y esa mancha que se ve en los mapas es el Lago Malawi, el tercero más grande de África y la principal fuente de alimentación y economía del país.

Al llegar a Malawi, lo primero que me llama la atención es la cantidad de bicicletas que hay y que de repente, las montañas que veníamos recorriendo, llenas de vegetación y plantaciones de té han desaparecido. Entro al país es por el norte, por Songwe border, la frontera con Tanzania, una llanura de campos de cultivo, sin colinas ni elevaciones a la vista.

En la frontera encuentro algunos autobuses enormes, con grandes faros y parachoques que parecen sacados de Mad Max, y que realizan el recorrido Lilongwe-Dar Es Salaam por carretera. También hay varios trailers de mercancías esperando para pasar y algunos coches, sobre todo taxi compartidos que van a Karonga, la primera población grande hacia el sur, aunque la mayoría de la gente va andando o en bici.

La carretera que va a esta ciudad es bastante tranquila y aparentemente en obras: como muchas de las infraestructuras de todo el continente, la están construyendo con capital chino. Después de cambiar dinero y negociar el precio con el conductor, me encamino con otros 7 pasajeros en un coche compartido hacia la ciudad. Delante de mí hay una señora con un pañuelo azul brillante en la cabeza que cada vez que se gira me da en la cara con la tela. No entiendo nada de lo que dice en chichewa, pero sonríe como saludo al subirme al coche y eso me trasmite confianza. Además, lleva en el regazo a un bebé de meses que duerme plácidamente.

Recién llegada al país, tengo una sensación de desconcierto total; aún no conozco los códigos culturales y aunque durante el trayecto en minibús a la frontera he intentado aprender alguna palabra básica, el idioma me suena complejo y enrevesado, completamente diferente a cualquier referencia que pudiera tener.

De camino a Karonga nos cruzamos con un enorme rebaño de vacas, que ocupa toda la carretera caminando tranquilamente. Más bicicletas, bastantes personas andando, una mujer que nos intenta vender una gallina y muchos controles de policía. Se supone que son para controlar el comercio ilegal que viene de la frontera, pero no abren ninguna bolsa ni piden ninguna documentación a nadie. Asoman la cabeza, y al ver occidentales dicen el conocido saludo que aquí todo el mundo repite como un mantra cuando te conocen: Hello, how are you?

Karonga es la sexta ciudad de Malawi, pero en realidad es un pequeño pueblo con cuatro calles de tierra roja. Con la figura de un dinosaurio en el jardín, en Karonga se encuentra el Cultural and Museum Centre Karonga (CMCK), un museo que recoge de forma muy amena y detallada información geológica y paleontológica de Malawi, y que tiene restos de fósiles y esqueletos de animales.

Queda poco para que cierre hoy el museo, pero me han dejado pasar sin problemas. Hay un esqueleto de un rinoceronte (donado por un cazador, según me contó Walter, el señor que me vendió la entrada) y un cráneo de elefante al que le habían arrancado los colmillos. “¡Tócale los dientes, tócalos, ya verás!”, Walter no es el típico vigilante, sino que invita a la experimentación, y no deja que nadie se vaya sin notar la sensación del tacto de los enormes y pulidos dientes de un elefante. En el Museo se puede ver también una recreación a tamaño natural del Malawisaurus, un enorme dinosaurio herbívoro que vivió en esta zona hace unos 120 millones de años y que descubrieron a principios del siglo XX.

El Museo tiene también un apartado dedicado a la historia y cultura reciente del país y es bastante interesante porque da mucha información. Recoge desde las poblaciones que vivían por esta zona cuando llegaron los primeros misioneros en el siglo XIX, el tráfico de esclavos, las batallas que se vivieron durante la 1º Guerra Mundial, y los protagonistas del proceso de independencia de Malawi, que fue protectorado y colonia británica hasta 1964 con el nombre de Nyasaland.

Walter habla sin parar, dándome todo tipo de datos y anécdotas. Me cuenta que estamos en zona sísmica porque el Gran Valle del Rift pasa por aquí, y que en Karonga se notaron los efectos de un fuerte terremoto que hubo en Mozambique en 2006.  A raíz de eso, este edificio se construyó siguiendo todos los parámetros de medidas anti-sísmicas y es un ejemplo muy interesante para visitar. Me voy  sorprendida y contenta, con la sensación de que es un lugar para volver con más tiempo y que me podría haber quedado hablando con él varias horas más.

Afuera, en el jardín del museo, un grupo de personas está en la barra del bar charlando. Dos chicas jóvenes con sus bebés están sentadas descalzas, en unos bancos de cemento que se encuentran cerca. “¿Primera vez en Malawi? Tienes que probar una verde”, me dice el camarero, dándome una cerveza Carlsberg que se fabrica en Blantyre, al sur del país.

Karonga no tiene mucho más para ver, aunque el lago Malawi también está bastante cerca y se puede visitar. Por su localización geográfica y la cercanía con la frontera, la ciudad está muy frecuentada por las ONG’s y entidades de ayuda humanitaria, y muchas tienen su campamento base por la zona.

Cerca de la estación de autobuses las calles están llenas de vida. Las pequeñas tiendas muestran el género a la vista y en la puerta suele estar sentado el vendedor, esperando clientes o charlando con amigos. Se vende de todo: hay cubos con escobas y mochos de fregonas, utensilios para cocinar, linternas y pequeños puestos de arreglo de bicicletas donde se reparan las gomas  y llantas de las ruedas, parcheándolas y dejándolas preparadas para otro viaje.

Pequeños comercios, un banco y cada pocos metros, unas casetas rojas donde comprar internet bundles, los bonos para recargar los datos del móvil. Porque aquí prácticamente todo el mundo tiene un teléfono.

Las bicicletas llenan la calles, levantando un polvo rojizo cuando pasan. En la estación, los conductores y comisionistas de los minibuses organizan a los viajeros y bultos a voces, negociando los precios y cubriendo rápidamente todas las plazas. Adultos y niños, animales, paquetes y cualquier cosa que se pueda transportar: como expertos jugadores de tetris, van colocando las piezas haciendo huecos imposibles para el próximo viajero que quiera subir. Esto es parte de la rutina diaria. Bienvenidos a Malawi.

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