La pérdida de los oficios. La taracea granaína

A diario recorren sus calles miles de personas venidas de todas las partes del mundo. A veces puede ser más fácil encontrar un vietnamita o surcoreano que a alguien autóctono de la zona. Basta pararse en una esquina para escuchar conversaciones en idiomas lejanos o ver mareas de personas subiendo y bajando sus callejuelas empedradas y llenando sus bares y terrazas. Sobre todo son estudiantes y turistas los que le dan vida a Granada, la ciudad que recibe más de dos millones de visitas al año sólo contando el monumento de La Alhambra.

Son muchos los mercadillos, puestos y tiendas que venden artesanías, organizan visitas guiadas o venden el pack de tablao flamenco con consumición a los turistas. El turismo genera ingresos, eso bien lo sabe gente como José, que lleva toda su vida viviendo en la ciudad andaluza.

José Morillo es uno de los pocos maestros de la taracea, una artesanía característica de esta zona del sur de España, posiblemente influenciada por los siglos de dominio musulmán (aunque por Damasco también parece que existe la tradición de una marquetería similar, si la guerra en Siria la ha respetado). Sea como sea, hoy en día son pocos los que quedan haciendo este trabajo de manera artesanal. José es delgado, con la piel arrugada y un característico acento de Granada. Lleva 56 años en el oficio, trabajando la taracea al estilo granaíno, como hicieron su padre y su abuelo antes que él.

La taracea son piezas de marquetería hechas con diferentes maderas, que van superponiéndose y creando unos dibujos geométricos de estilo árabe.

A veces también se añaden trozos de hueso –de ternera, que para limpiarlos se cuecen con agua y ceniza y luego se lijan– siendo la característica de estas piezas los mosaicos de colores que crean. Suelen comprarlas los extranjeros, y prueba de ello es que en el rato que estuve charlando con José todos los que entraron –y compraron– eran franceses, alemanes… y un grupito de señoras japonesas.

Verdaderas obras de arte por el trabajo que lleva, la taracea decora cajas, mesas, tableros de ajedrez o cualquier objeto que se les ponga delante a los artesanos. José cuenta que ellos tuvieron mucho tiempo en la tienda 2 sillones decorados, que finalmente compró un abogado catalán para su despacho. “El respaldo de cuero repujado, el asiento también, pero luego las barras, las patas…todo eso hecho pieza a pieza, de artesanía.”

La céntrica Cuesta de Gomérez es donde está el taller familiar, que da trabajo a 7 personas. A diario, cientos de turistas pasan por delante de su escaparate camino de los jardines del Generalife.

Muchos entran en la tienda a mirar, curiosos. Sólo unos pocos compran algún detalle: cajas, tapones decorados y tableros de ajedrez son los más vendidos.

Morillo es un hombre mayor, y aunque se resiste a decir su edad, hace años que se podría haber jubilado. Él está en la tienda solamente los fines de semana, el resto del tiempo lo pasa en el taller que tienen en Maracena, un pequeño pueblo cercano. Mientras despacha a los clientes va soltando piropos, refranes o comentando anécdotas varias. Muestra orgulloso una fotocopia de un recorte de periódico de una visita de los Clinton a Granada hace ya bastantes años. Que si una vez vino un político, que si otra un famoso pasó a comprar algo.

No se sabe si es verdad o si se lo inventa, pero la gente sonríe con sus historias. Cuando se queda solo en la tienda, tiene por costumbre silbar, imitando el sonido de un pájaro mientras ordena las estanterías o decora una pieza.

Para una simple caja decorada con taracea se utilizan como mínimo 4 o 5 tipos de maderas diferentes. Las más básicas sólo se adornan por arriba, pero las hay que van repitiendo y jugando con los dibujos geométricos hasta en el interior. “Esto no es como los chinos, que hacen una foto y lo pegan luego. Aquí hay maderas, ¡y hasta canilla de vaca!”. Para hacer la taracea se necesitan diferentes láminas de maderas. Algunas se tintan –manualmente– y en otras se aprovecha su color natural, pero todas tienen que ser flexibles y deben trabajarse de una manera especial. “Tenemos sicomoro, caoba, madera de limón, de nogal, la negra que es de ébano…” José va enumerando mientras explica la técnica que utilizan para preparar cada pieza.

Las maderas se juntan y se pegan, superponiéndose. Después se van cortando, aprovechando los dibujos que hacen los diferentes colores en los laterales, y se van uniendo y pegando a la pieza en cuestión. Ahí comienzan a crearse las figuras geométricas que previamente se han dibujado, jugando siempre con los colores de las maderas. Capa de cola, y con un martillo especial, prensar las maderas, para que se vayan pegando hasta terminar el dibujo.

Rssshhh rshhhhhh rshhhh El martillo muestra los cantos limados por el uso. Después capas de laca, lijar, laca y lijar hasta que la superficie adquiere consistencia. Finalmente se les puede añadir un barniz especial, o continuar trabajándola. “Si me pagaras por el tiempo que echo aquí me tienes que invitar a café”, dice con aire de resignación.

Hoy parece que es un día productivo. Morillo despacha a un grupo de jóvenes extranjeras. Chapurreando palabras y piropos en varios idiomas consigue meterse en el bolsillo a una señora mayor que venía acompañando a una amiga, y ambas acaban comprando un par de cajas decoradas. Un matrimonio francés aprovecha para llevarse también casi 20 tapones de corcho decorados con taracea, “para regalar”, dicen, mientras los van eligiendo cuidadosamente.

A pesar de esto, la artesanía no tiene mucho futuro hoy en día. El turismo se ha visto afectado por la crisis y aunque sigue viniendo gente, cada vez compran menos.

Es mucho más frecuente muchas compras de poca cantidad, que una compra de productos más caros y elaborados. Lo que venden estas tiendas de la Cuesta de Gomérez es variado: desde los 2’5 euros que puede costar un tapón decorado a los cientos de euros de una mesa. A veces viene algún cliente como el abogado de los 2 sillones, pero lo normal son compras de 10 o 20 euros como mucho.

El trabajo del artesano hoy en día es más anacrónico que difícil. Una de las dificultades es la falta de ayudas y el poco apoyo que reciben, pero otro de los grandes problemas es el cambio generacional. Muchos de estos negocios terminarán cuando fallezcan los artesanos. Como si no quisiera darse cuenta de ello, José Morillo sigue su rutina. Hay una pareja que observa curiosa las cajas y aprovecha para enseñarle los recortes de la visita de los Clinton, mientras chapurrea una explicación. Cuando se marchan, vuelve para el mostrador y se pone a trabajar una pequeña pieza de madera, silbando como una canario.

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