La ciudad de las tres vidas. Estambul y Ara Guler

Las ciudades están vivas. Como cualquier ser vivo nacen, crecen, se reproducen y –algunas veces– mueren.

Hay ciudades nuevas, casi recientes, cuya historia se cuenta por años. Hay ciudades que arrastran siglos de historia, y luego hay ciudades con tres vidas. Como los gatos que inundan sus calles, casas y tiendas, Estambul cuenta con múltiples vidas, que se han ido superponiendo sobre sus piedras. Bizancio, Constantinopla y Estambul conviven juntas en una ciudad tradicional y cosmopolita, laica y musulmana, donde las noches se pueden pasar en oración o bebiendo y bailando hasta el amanecer.

Estambul dejó de ser la capital turca en 1923, por decreto de Ataturk que, queriendo marcar diferencias con el régimen del sultanato anterior, al instaurar la República Turca, trasladó la capital a Ankara. A mediados del siglo XX, Estambul sufrió una llegada masiva de inmigración (sobre todo de las áreas rurales turcas), que hizo que creciera, ampliando sus barriadas y llegando a ser la macro urbe de más de 10 millones de habitantes que es hoy en día.

Ara Guler, el fotógrafo turco miembro de la Agencia Magnum, supo captar perfectamente en sus fotografías en blanco y negro, ese espíritu. Fotos donde conviven la decadencia de una etapa que desaparece con el cambio constante que se impone a marchas forzadas.  

Como todas las ciudades, en ese crecimiento hubo zonas que se superpoblaron, otras que se abandonaron o que crecieron tan rápido que no supieron adaptarse a las necesidades de la nueva población. Se abandonaron edificios que hoy en día son ruinas o están abandonados, esperando a un constructor o restaurador que quiera apostar por ellos. Bomontiada, en el barrio de Sisli es uno de esos espacios, pasando por diferentes vidas y usos hasta ser lo que es hoy.

Flanqueada por la silueta enorme del hotel Hilton a su espalda, hace años fue una fábrica de cervezas, luego fue abandonada y hoy es un espacio cultural donde podemos encontrar desde varios cafés y restaurantes, a la tienda de Leica, una sala de exposiciones, una terraza para espectáculos y el Museo de Ara Guler. Como lo hacía él a través de sus fotografías, hoy reposa el legado del gran fotógrafo de la ciudad y sociedad estambulí en un espacio restaurado y enorme, donde se ven los cimientos y restos de lo que fuera la antigua fábrica – quién sabe si se construyó sobre algunas ruinas milenarias- con el cristal y el metal actual, como un ejemplo de convivencia de culturas y materiales.

El Museo de Ara Guler está pensado para mostrar el trabajo de un turco a los turcos, porque todo está en ese idioma y nadie parece hablar inglés. Sin embargo, las fotografías son tan potentes que no hace falta traducción de sus palabras para comprender la realidad que reflejan.

Hombres capturados en ese instante en que volvían de faenar con los barcos por el Bósforo, de mujeres vestidas de negro que llevan el almuerzo a sus maridos antes de trabajar, o imágenes de la silueta inconfundible del skyline milenario de esta ciudad rodeada de humo y humedad. Son fotos que te hacen sentir frío, como si estuvieras tú también en esas calles encharcadas y sin asfaltar, como si pudieras oler el pescado pasado o saborear un vaso de té caliente con ellos.

Con ocho décadas a sus espaldas, fumador incansable y siempre con su pequeña cámara de fotos al hombro, Ara Guler falleció el pasado 17 de octubre, hace apenas dos semanas.

En mi búsqueda de las huellas de Guler, veo que la ciudad que lo hizo grande lo recuerda en pequeños gestos. En el libro de firmas, con sus páginas llegas de dedicatorias que habían dejado en el Ara Café, junto a unas flores ya marchitas, en el respeto con que lo nombran sus vecinos o en las revistas y periódicos que recordaban a ese hombre que supo como nadie, reflejar el espíritu de una ciudad.

Un viejo conocido suyo, de origen armenio como él, me contaba que Guler era un tanto tacaño y nunca pagaba en efectivo, ni siquiera al ir a comprar el pan o al barbero.

Como curiosidad, añadía, «Guler siempre extendía cheques por valores ridículos, porque sabía que la otra persona nunca iría al banco a cobrarse una cantidad tan pequeña, y porque su firma, como la de otros grandes artistas, tenía un valor mucho más grande».

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